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domingo, febrero 8

XXXIII

    Las despedidas son menos despedidas si desde el principio sabes que nadie viene a quedarse. Nunca lo sabes a ciencia cierta, claro, pero lo intuyes. Llámalo sexto sentido, llámalo experiencia, llámalos interesados, pero la realidad es la que es: sólo están de paso. Te vas acostumbrando supongo, porque a todo nos acostumbramos, salvo a ser feliz (yo a la felicidad le puse boca, la hice reír y mira, muy bien no salió… nunca hay que fiarse). A veces me pregunto si los que se fueron estuvieron realmente y no suelo saber qué responderme. O mejor dicho, elijo no responderme y mantener a raya los recuerdos. Porque recordar es casi peor; los recuerdos felices, llegados a un punto, son devastadores. Puedes estar haciendo la cosa más insustancial del mundo, como ver una película cutre de las que emiten por televisión los domingos por la tarde. Inocente, inofensivo, hasta que de pronto, la protagonista se gira y la pantalla se ve cubierta por completo por sus profundos ojos azules. 
    Azules como el mar. 
    Le encantaba el mar. 
    Y ya. Esa tontería es suficiente, no hace falta más. El subconsciente te traiciona y ahí te viene todo. Los nervios previos a la cita de aquella tarde mientras te dabas ánimos frente al espejo. Las ganas de perderte en su abrazo todo lo posible y que no recibiste de vuelta. El temblor en las manos mientras sostenías la taza de café y cómo deseaste luego que ese temblor fuese solamente producto del frío y no de su inminente partida. Porque eso que dicen de que el fuego quema más justo al apagarse… mentira. Sus ojos, sin culpa, alejándose de ti, y los tuyos, perdidos, suplicando explicaciones a un asiento vacío. Apretar los dientes, nada de llorar, sí, estoy bien, no te preocupes. El esfuerzo por volver a aprender qué era eso de vivir solo: habías hecho un buen trabajo olvidando qué había antes de ser dos, ya no te hacía falta. Y resulta que sí, que no iba a quedarse. No iba a pelear por ti, contigo, por los dos. 
    Al cabo de un tiempo te repones (porque uno siempre es más fuerte que los golpes que recibe, aunque muchas veces no lo sepa). El caparazón va endureciéndose y los que se acercan cada vez son menos. Pero no te importa. 
    No importan. 
    No te importa. 
    No van a quedarse.
    ¿O sí (te) importa(n)?
    Odio los domingos.




«¿Cuántos de los que juraron mantuvieron su palabra?»