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miércoles, abril 1

XLIII

       ¿Sabes esos días en los que el mundo parece un monstruo gigante que te persigue y pretende engullirte? Pues en uno de esos andaba yo. Acababa de llegar a casa y no es que me sintiera sola, es que estaba sola; aunque, sinceramente, no sé cuál de las dos sensaciones me parece peor. Necesitaba hablar pero no me atrevía a buscar a nadie. He sido tímida e insegura desde siempre, he tenido muy pocos amigos y aún me cuesta encontrar a alguno de verdad, puedes imaginar hace unos años. El cerco estaba totalmente cerrado, así que saqué un cuaderno y lo abrí por la primera página. Me reí ante la absurda idea de empezar con un “Querido diario, hola”. No, no podía llegar a esos niveles. Ya había escrito historias otras veces, mayormente en clase, así que no debía resultarme difícil. O eso pensé. Decidí alejarme tanto como pudiera de mí misma y escribí sobre ella, que no era más que otra máscara más de la persona que yo era entonces. Abrirte en canal ante un papel tiene poder sanador, sin duda, pero el proceso es parecido a caminar por una cama de clavos, con peso sobre los hombros, sin zapatos y de puntillas, con el viento pegándote de fondo y la lluvia cayendo desorientada por todas partes; un verdadero desastre.

       No sé cuántas lágrimas, sonrisas y locuras han pasado desde ese día, pero hace poco alguien me preguntó por qué escribo. “No sirve para nada” sentenció. Me limité a sonreír, porque es lo único educado que puedes hacer cuando alguien dice sandeces y quieres que su cara bese el bordillo de la acera muy fuerte. “Pues escribo”, le dije, “porque me gustaría ser un faquir”.