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domingo, abril 12

XLVI

       Solía decirme a mí mismo que valía la pena esperar porque valía la pena quererla. Menudo imbécil, vaya. Mientras yo me quedaba en casa, pensando en cuándo volvería a verla, maldiciéndola por no estar entre mis brazos y a la vez culpándome por maldecirla, ella jugueteaba con unos y con otros. Y cuando se sentía vacía y sola, me llamaba. Pensaba que me quería, que en aquellos momentos me necesitaba porque me quería. Me aferraba a esa idea para poder aguantar lo demás, pero nunca me lo demostró. Nunca lo sentí de verdad. Creía que con mi amor le bastaría, que yo le sería suficiente. Se descojonó en mi cara el día que me armé de valor y se lo dije. Ella no podía querer a un rarito como yo. Semanas después quiso que nos viéramos. Estaba arrepentida, o eso dijo. Yo también lo estaba. Ya había perdido mucho tiempo.