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miércoles, septiembre 2

LX

       Con ella aprendí que aunque los te quiero no siempre tienen ocho letras y que pueden enmascararse detrás de un “calla, tonto”, también pueden fingirse, y que al hielo no lo abrasan las llamas, que el fuego siempre acaba consumiéndose.
     Cuando la conocí estaba rota en pedazos. En aquel momento no llegué a comprender cuánto, pero me propuse la tarea de juntar cada pedazo. Su aroma, su sonrisa incrédula, sus ojos tristes. Toda ella era una melodía que me fue imposible no querer aprender y tocar a cada momento. Y lo conseguí. Joder, no quedaba apenas rastro de aquella chica triste que había conocido. Estaba radiante. Era feliz, feliz de verdad. Feliz consigo misma.
       Había querido enseñarle el significado del amor, y ella lo convirtió en polvo que se esfumó entre nuestras manos. Y se marchó.