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domingo, febrero 7

LX7

       Hace unos meses te encontré por casualidad, no recuerdo en qué calle, y salí corriendo antes de que pudieras verme. Parecía que el tiempo no había pasado por ti, por nosotros, y tus marcas en mi piel seguían tan vivas como al principio.
       —     Yo no quería hacerlo, lo entiendes, ¿verdad?
       Suplicabas.
       Y yo asentía.
      Que no, que yo no era el tipo de chica a la que le pasan esas cosas. Que yo era decidida, valiente, independiente, fuerte. Pero te quería y te odiaba y me moría de rabia y de miedo, todo a la vez, como todas las demás. 
       —     No se lo digas a nadie. Todas las parejas tienen sus más y sus menos. No volverá a pasar.
       Decías.
       Y yo te creía.
       O te quería creer. O no te creía, pero me aferraba a cualquier cosa que supusiera al menos una noche de paz, porque cada vez eran menos. Fueron meses de compartir cama con un completo desconocido y de no reconocer a la persona con la que compartía la imagen en el espejo. Lloré hasta quedarme seca. Luego me quedaba en silencio, temblando.
       —     Tampoco fue para tanto, joder, sólo un triste polvo. ¿Es que no sirves ni para eso? Un día de estos te vas a ir a la puta calle. Pero ya vendrás, ya. Suplicarás que te deje volver. ¿Quién te va a querer a ti?
       Sonreías.
       Y yo me fui.
       Porque, ¿sabes qué? Yo me quería. Y ya he dejado de correr.

jueves, febrero 4

LXVI

   — ¿Qué llevas puesto hoy? ¿Un vestido? 

Ella sonríe antes de contestar. Parece que hoy ambos están de buen humor.

   — Sí, uno naranja con flores blancas, bastante corto a decir verdad. Es uno de tus favoritos…

   — Hmmm... la verdad es que suena bien. ¿Y qué más? —pregunta con una variación en el tono casi imperceptible, deseo quizás.

   — ¿Qué más? —adoraba aquellos juegos—. Pues ya sabes, esas cosas que llevan las mujeres…

   — Entiendo. Y esas cosas de mujeres de las que hablas, ¿llevan encaje?

Deseo, definitivamente. La chispa en los ojos de su marido le dio la señal y se acercó a él, que estaba tumbado en la cama. Lo enderezó y se sentó sobre él a horcajadas. Tenía los ojos bien abiertos, esos ojos que la habían consumido tantas veces y que ahora habían perdido color. Cuando se dio cuenta, las manos de su marido ya habían volado hasta debajo de su falda.

   — Pues sí, llevan encaje.

Ambos sonrieron, muriendo de ganas. O viviéndolas.